
La casa es mucho más pequeña de lo que recordaba.
«¿Realmente este era el salón?», pienso mientras esquivo los restos de la obra.
Solo es un gran rectángulo lleno de sacos, botes de pintura y tablas de madera; y para colmo también es lo que era el antiguo baño. Han tirado el muro que los separaba.
«¿Cómo puede ser tan pequeño? Dos estancias no dan para más?»
La cocina también es un espacio vacío, pero por lo menos tiene azulejos blancos que delimitan el espacio.
—¿Vais a dejar la cocina de leña? —le pregunto a mi tía.
—Ay no, hijo. Pondremos una eléctrica.
Me duele pensar que ya no podré calentarme las manos en aquél armatoste de hierro fundido. Por lo menos tampoco podré quemarme con él.
La escalera es totalmente nueva. Hecha por completo de madera, creo que es de lo único que no echaré de menos. Los escalones de piedra estaban tan gastados que parecían doblarse hacia adelante y eran una trampa mortal. Ahora ha perdido el alma, pero no se llevará a nadie por delante.
Por alguna razón mi vista se va hacia el hueco que queda debajo de la escalera. Ahí había un pequeño armario y ahora solo hay polvo y escombros. La antigua secadora estaba ahí. Me encantaba ver como giraba y el pequeño chorro de agua que había que recoger manualmente. Un enfado irracional me recorre la nuca.
«¿Qué habrán hecho con ella? ¿Por qué no esta ahí?»
Suspiro y se me pasa. De todas formas ya no debía de funcionar.
En el piso de arriba lo que me enfada es mi propia memoria. La distribución ha cambiado tanto que tengo que hacer malabares mentales para recordar donde estaba cada cosa.
—¿ Y mi habitación? —pregunto.
En realidad nunca fue una habitación. Era un sofá cama colocado a un lado del ancho pasillo. Me gustaba que tuviera un balcón a los pies y la alfombra de piel de oso me hacía gracia. Aunque viéndolo con perspectiva era bastante macabra.
—Era esto —responde mi madre—, pero el pasillo era mas ancho. Se han comido un cacho para agrandar nuestra habitación.
Frunzo el ceño. Espero que por lo menos llenen el nuevo espacio de plantas. Creo que eso podría compensar la perdida.
La buhardilla, que antes era un desván, ya no cruje a cada paso. La mecedora en la que mis primos y yo pensábamos que había muerto algún antepasado ya no está. Desde luego que ya no da miedo, pero no se si se han ido los fantasmas o he crecido yo.
Antes de volver a casa cojo una de las piedras de la entrada. Están levantando parte del muro y hay muchas. Le doy vueltas en la mano, está sucia. Aun así no consigo tirarla, me da miedo que al separarme de ella me separe de lo único que queda de la casa original.
Salgo al sendero y giro a la derecha, hacia la fuente. Me preparo para un largo camino hasta la higuera que crece a su lado. A penas tardo 20 segundos. Está claro que la percepción que tenía de pequeño estaba distorsionada. Antes pensaba que yendo a la fuente era libre, que estaba lejos de todos, pero estaba a un grito de mi madre.
Uno de los chorros de la fuente, el que está más arriba y por el que jugaba a echar hojas para ver como salían por abajo está seco. No se si porque es verano o porque ya hace años que no funciona. Me acerco hasta el que todavía lo hace y meto la piedra bajo el agua. Está tan fresca como la recordaba. Por lo menos eso no ha cambiado.
El limonero de mi güelo todavía sigue aquí, a unos pocos metros de la casa. Salto por el muro que cerca la huerta para poder llegar hasta él. El pobre árbol se ha caído y ahora crece desde el suelo. Pero crece, sigue aquí y ver que ciertas cosas permanecen me consuela. Solía comer los limones cuando era pequeño, sin exprimirlos ni nada. Me gustaba el dulzor y la acidez
Las frutas están feas y descoloridas, pero rodeando la planta descubro que por el lado que da al sur, donde más le da el sol, hay una constelación de jugosas estrellas amarillas. En concreto hay uno grande como la cabeza de un bebé que parece perfecto. Lo tomo entre las manos, no tiene ni una marca. Cojo un par mas y vuelvo a la fuente para lavarlos. Si la vida te da limones…
Antes de irme me cruzo con un gato negro. Seguro que es descendiente de Michi, la que era la gata del pueblo. Estamos bastante seguros de que mi güela, en un gaticidio inintencionado, acabó con su vida. Según ella había demasiado gatos callejeros.
Me agacho y el animal se tensa. Tras mirarnos fijamente se vuelve a relajar, pero se que no se acercará como lo hacía Michi, ese tiempo ya paso. Sus hijos crecieron y tuvieron más hijos y probablemente este gato ni siquiera la llego a conocer.
Al final decido irme, me pongo de pie y le doy la espalda. Él se escabulle entre las zarzas.
Cada uno partimos por caminos diferentes.
Hoy beberemos limonada.
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