
Hace unos meses, tuve que dejar lo que estaba haciendo en una cafetería para sintonizar la conversación que mantenían los de detrás. Es una de mis mayores aficiones. Abrí un bloc de notas y comencé a redactar…
Un chico de unos 30 años habla con dos mujeres. Les cuenta, en un monólogo que ya dura casi una hora, que en un pasado fue adicto a los porros. A raíz de eso, deja la universidad y desperdicia la oportunidad de trabajar en una empresa familiar.
Cuenta, evitando soltar palabras malsonantes, que su vida era una puta mierda (ya las suelto yo por él). Con un nudo en la garganta confiesa que, en una de sus noches más oscuras, pensó en quitarse la vida, pero en un arrebato de fe improvisada se dijo a sí mismo: “Dios, si existes, ayúdame”. A la mañana siguiente, en una intercesión divina, tiró todas las drogas por el WC.
Una serie de sucesos le llevan a que un colega suyo le acoja una noche en su casa porque de otra manera iba a dormir en un portal. Resultó que este colega, tan buen samaritano, aprovechó este evento para comerle la cabeza sobre cierta secta cristiana en la que él estaba metido. Gracias a esta desinteresada conversación, durante un tiempo, asistió a varias eucaristías y catequesis, pero con el tiempo acabó alejándose.
A todo esto, las dos mujeres escuchan con atención su historia. De vez en cuando, le adulan, aunque a mi juicio parece más un ejercicio de proselitismo que una admiración genuina. En este punto de la conversación aun no sé qué lazos les unen.
El chico cuenta que, en su misión de enderezar su vida, entró en el ejército pero, al poco tiempo, se torció el tobillo. Su sargento, implacable, le ordenó:
—Si estás malito para hacer las cosas, estás malito para salir.
Y así se condenó a una reclusión en la academia, donde casualmente entabla amistad con un compañero cristiano. En este punto de la historia dudo si empezar a creer en Dios, porque siempre manda mensajeros en los peores momentos del chaval. Él y su nuevo compi militar y católico empezaron a ir juntos a misa. En una de estas, entiendo que tras un examen de conciencia despues de recordar los porros y demás malas decisiones, se echa a llorar y siente la necesidad de confesarse. Cuando termina de relatar todos sus pecados, el cura le miró y le dijo:
—¿Y qué?
Él no entendió la pregunta de primeras. El cura le explicó:
—¿Y qué que haya pasado todo eso? El Señor está alegre de que hayas vuelto.
Hizo una pausa al terminar de decir esto. No sé si esperaba que me levantara para aplaudir, realmente le quedó un cierre muy resolutivo después de la tensión que había construido. No obstante, me quedé quieta para no espantarles. Quería seguir escuchando la historia.
Fue tras este evento cuando decidió regresar a la secta, cuenta con entusiasmo. Pero para volver tenía que pasar por ciertos ritos propios del grupo, esto no es como volver a ir a misa casualmente un domingo después de tres meses tontos sin ir. Según él, en el contexto de estos ritos, le llenaron de palos. Los catequistas dejaban a voluntad de Dios su vuelta; repetían: “Dios dirá”, mientras sus compañeros le miraban con la certeza de que no aguantaría. Pero lo hizo. Dice que le mataron, pero que necesitaba esa experiencia de fe. Pasó por tres de estas sesiones, con oyentes. Es decir, además de ser humillado por figuras de poder, sus amigos y conocidos tenían que ver el espectáculo. Finalmente, con coraje, se reafirmó. Les decía a las chicas recordando lo que se dijo a sí mismo:
—A partir de ahora, Señor, contigo hasta la muerte.
Comienzo a comprender qué une a mis tres nuevos objetivos de espionaje cuando el chico menciona una boda. Una de ellas era su prometida. La otra, era otra integrante de la secta a la que contaba su historia con pelos y señales, con el simple fin de conocerse un poco más parecía, o intentando ganarse una reputación de buen mártir en el grupo. Ya iba por la parte de la historia en la que tenía que contar su historia de amor con la chica, pero antes decide hacer una extensa introducción sobre su exnovia…
Al parecer durante los 5 años que estuvo con la ex, intentó acercarla a la fe sin éxito (¡con qué lástima contaba que no consiguió hacerla cambiar de opinión!). Ante sus negativas, los sacerdotes le aconsejaron (¡aconsejaron!) que cortase con ella, pero él no se atrevía. En un giro inesperado, como no tomaba la decisión, van los sacerdotes y le sugieren (¡sugieren!) que entonces al menos se fuera a vivir con ella. A ver si con el roce la tía se replanteaba empezar a creer y él se centraba en el camino correcto (el Matrimonio sacramental, supongo). No pude evitar reír discretamente cuando su prometida intervino con energía y cierto despecho aclarando que aquella recomendación no atendía solamente a razones sagradas: en realidad el barrio donde vivía la exnovia estaba cerca de la sede sectaria y, al final, si se mudaba con ella era por la comodidad de la cercanía. Se consuela a sí misma, usando el tono naturalmente coloquial de cuando algo te indigna, al decir que ese proyecto de matrimonio no tenía ni pies ni cabeza.
En una peregrinación a cierto sitio religioso, en línea con este nuevo tema recurrente con el que le atormentaban, le explicaron cómo era el Matrimonio que Dios quería. Tuvo la certeza, casi como si se lo hubiera dicho Dios —y no varios sacerdotes a la vez durante muchos años—, de que su exnovia jamás sería la elegida para cumplir Su Voluntad. Aun así, decidió pedir un deseo a cierta Virgen, porque allí se cumplen los deseos, y pidió que su ex se hiciera católica, porque pedir que se suscribiera a la secta le parecía demasiado pretencioso.
Pasaron los meses y parece que aquella Virgen tenía el móvil sin cobertura cuando le hizo la petición, porque su ex seguía en sus trece. Nuestro protagonista, aun en la relación, tomó la decisión de descargarse una app de citas cristianas. Me quedé atónita esperando que calificase esto como pecado, pero nada. Resulta que así fue como conoció a su futura mujer, sentada a su lado, sobre la que ya sí que sí, arrancaba a contar su historia.
Quedaban causalmente para tomar café y jugar a los bolos mientras, repito, él seguía con su ex. Ya cuando «el Señor se lo puso en bandeja» —porque nuestro protagonista no parece responsabilizarse nunca de sus decisiones y espera siempre a que intervenga la voluntad Divina— y la nueva le presionó lo suficiente para que dejase de actuar como un niño, decidió cortar con la atea. Y hasta hoy, que se casan en breves.
Coronó su relato con solemnidad:
—Es una historia muy bonita, sobre todo cómo el Señor me ha sabido conducir.
Si opino me encierran.
La conversación sigue su curso, y ya va tornando a temas banales de quien se queda sin ideas y quiere despedirse en breves. En un punto, el chico insulta a los miembros de otra secta (¡ellos son los malos, solo nosotros conocemos la verdad!) diciendo que son unos hippies de mierda. ¡Joder, seguro que Dios opina igual! Pienso yo.
Hablan también, ya apunto de irse, de una serie sobre la vida de Jesucristo, en la que van por la temporada de la Pasión. Él dice con chulería que le gustaría que fuese más cruda, que quiere ver cómo Cristo se desangra de camino al calvario y tal… Supongo yo que para sentirse identificado con su terrible etapa en la que fumaba porros. No les gusta del todo la serie porque es demasiado yankee, pero a la vez opinan que eso mismo la hace asequible. Pues eso, conversaciones en las que no te posicionas demasiado porque estás hasta las narices de hablar. Comentan cómo imaginaban a Jesús: más turco. En esto todos coinciden categóricamente.

Finalmente, se levantan y salen de la cafetería. Por primera vez, como han estado todo este tiempo a mi espalda, puedo verles las caras. ¿Se parecerían a la imagen mental que he ido cuidadosamente formando de cada uno de ellos? Visten con un estilo bastante NPC y no parece que lleven cilicios bajo la ropa. Me sorprendo al comprobar que el tío no ha podido redimirse del todo del pecado de la adicción, porque sigue fumando, pero tabaco de liar. Compruebo que la tercera mujer es algo más anciana que ellos. Y por último, la prometida, a juego con su tono enérgico y sus interrupciones, tenía un aspecto bastante choni.
Justo en ese momento, la pantalla de mi móvil se ilumina automáticamente sin ninguna notificación, como queriéndome decir algo pero sin darme un mensaje claro.
¿Será Dios dándome un toque?
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