Aquelarre en Body Pump

«Recordamos, chicas, que solo podemos controlar el 20 % de nuestro cuerpo. El otro 80 % depende de factores externos».

Había llegado la parte final de la clase, la que el instructor llamaba erróneamente “meditación”, porque lo que solía conseguir era lo opuesto a que esas mujeres se relajaran. Resultaba cómico el contraste del reggaeton que había dejado de sonar tan rápido como quien desenchufa un cable, con lo que sonaba ahora a elección también del hombre: la banda sonora de Gladiator. Con voz torpe, entrelazaba con los coros -que ya vaticinaban un asesinato romano- frases ridículas, que intentaba formular como mantras, según se le iban ocurriendo.

«Ustedes son mujeres empoderadas, son fuertes. Se merecen este ratico de descanso después de haberlo dado todo. Ustedes son potras».

A Alicia le rechinó la comparación de su propio cuerpo con el de un animal, lo sintió como una puñalada a su autoestima. ¿Cómo podía ese hombre hacerlo tan mal? Es cierto que podrían haber hecho caso a la invitación del instructor de marcharse antes de empezar la meditación si tenían prisa, pero hoy se levantaron con ganas de guerra. Querían escuchar palabra por palabra lo que ese hombre que las dirigía desde hacía una hora tenía que decirlas. 

«Vamos a dedicar esta clase a alguien que ya no esté, cada una a quien piense. Agradecemos a Dios o al destino que hoy día nos levantamos por la mañana y que le hemos regalado a nuestro cuerpo esta actividad».

Julia y Jennifer habían perdido recientemente a su madre, y no daban crédito a la orden del instructor. ¿Acaso esa clase de body pump iba a resucitar a su madre, aunque fuera solo por el hecho de haberla recordado? Las hermanas estaban más que contentas de que su madre ya no estuviera en este mundo, así que la invocación del instructor comenzó a hervirles la sangre. La tensión entre todas esas mujeres, recién meneadas por sus propios saltos y sentadillas, era cada vez más palpable. Empezó a notarse, junto a un ligero sonido de ebullición, el olor a sudor del que apesta, que es el olor de los nervios previos a que pase algo

«Ustedes son las protagonistas de sus propias películas».

Gema se preguntaba si aquel hombre había visto alguna vez una película y por qué daba por hecho que ella también pensaba la vida en términos fílmicos. Para Gema todo era, más bien, un ritual, y comenzaba a apetecerle que el próximo paso fuera un sacrificio. 

«Chicas, ustedes son personas maravillosas».

Fue esta afirmación la que provocó que aquellas mujeres comenzaran a comunicarse por telepatía. Ya no eran las asunciones sobre sus vidas lo que las enfadaba; el instructor, con esa elocuencia incompetente y necia que sin querer procesaba (porque no podría haberlo hecho bien ni queriendo), las había considerado buenas personas. La relajación que el instructor ingenuamente creía haber construido, se vino abajo con el primer grito. 

—¡Llevo dos meses sin dar de comer a mi hija porque está gorda!— gritó Patri. 

Lejos del remordimiento, comenzaron a sucederse confesiones casi mortales por parte de esas mujeres, que se reconocían en sus vicios y maldades por encima de todo lo que decía el instructor.

—¡He arrastrado a mi pareja a la ludopatía!

—¡Deseo y estoy planeando la muerte de mi jefe!

—¡Maltrato animales por placer!

—¡Cada vez que nos pides hacer burpees deseo con todas mis fuerzas que te dé un infarto al corazón y te mueras!

Poco a poco ese 80 % de factores externos por los que no podemos controlar nuestro cuerpo se apoderó del grupo en forma de Diablo. 

La primera en esputar espumarajos por la boca fue Mariajo que, en un acierto azaroso, hoy vestía un dos piezas deportivo color negro y rojo averno

Después del espumarajo vino el primer espasmo, y con los de sus compañeras en poco tiempo formaron un baile de aspavientos macabros que hacía temblar la sala.  

Era mucho más divertido este nuevo baile que los jumping jacks o los push jerks al unísono. Este era mucho más azaroso, imprevisible, y estaba acompañado de gruñidos que condensaban cada vez más y más el ambiente. Las mujeres, incorporadas o a cuatro patas como bestias salvajes, fueron acercándose al instructor. Él sintió por primera vez el terror, solo acostumbrado a sentir hambre, deseo sexual y ganas de cagar en su reducido catálogo. Ahora eran ellas quienes tenían el poder sobre él, e iban a hacerlo pagar en forma de sacrificio por todas las barbaridades que ese hombre algún día había dicho sobre ellas. 

Comenzaron a darle bocados en la piel, que era áspera y aguardaba músculos duros que dificultarían la mordida de haber atacado con dientes humanos. Pero a esas mujeres les habían crecido colmillos y garras mucho más firmes que la carne entrenada.

Empezaron por el tren inferior en respuesta a las agujetas mortales que ese hombre siempre provocaba con sus ejercicios ridículos. Pensaron que la mejor forma de no tener agujetas era arrancar las piernas al foco de sufrimiento.

Subieron hacia el abdomen y el pecho -el pene no merece la pena siquiera una mención- y aún seguían con hambre de muerte. El hombre hacía un rato que dejó de gritar, primero porque no le salía la voz y después porque ya no la tenía. Además, cualquier sonido que intentase emitir quedaba eclipsado por el estruendo de la carne siendo arrancada y de las gargantas tragando.

Por telepatía se celebraban unas a otras porque por fin habían ganado. Quedaba la cabecita, salpicada de sangre y saliva, a la que de nuevo gritaron antes de devorar. Ahora sí que se lo habían comido.

Necesitaban rebajar toda esa intensidad, y aprovecharon la nueva habilidad para relajarse de verdad en una meditación telepática. Se tumbaron con las tripas llenas y los músculos hinchados, y se dijeron a sí mismas lo que de verdad eran.

—¡Somos unas hijas de puta!

—¡Somos unos monstruos!

—¡Somos unas brujas!

—¡Somos el germen del mal!-

—¡Somos la reencarnación del Diablo!

En ese reconocimiento encontraron paz. Cuando se dieron por satisfechas, coronando la escena con un suspiro de fuego conjunto, se fueron. 

Los huesecillos del instructor quedaron esparcidos por la sala, haciendo bulto junto a barras y mecanismos de poleas. Solo quedó el 20 % de ese hombre. El otro 80 %, el que no puede controlar, se lo llevó el Diablo. 


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