L’art du silence: ¿me llamarás?

Aún no ha llamado. Cuando termine el día, ya habrán pasado seis sin que dé señales de vida. Qué irónica expresión castellana, redundante cuanto menos. ¿Cómo podrían darse señales de muerte? La cuestión es que, cualesquiera que sean sus motivos, en el supuesto e improbable caso de que los tenga, no he recibido la llamada que me prometió la última vez que nos vimos en aquel antro ochentero de Londres hace, si no me equivoco, tres semanas y dos días. 

Es una señal, me digo. No de muerte (física, al menos), ni de vida, sino de cese. Tengo que ponerle fin a esta dinámica absurda, a esta sala de espera desprovista de esperanza en la que se ha convertido mi rutina, a esta persecución del signo que todo lo cambie.  

Opto por irme a la cama temprano. “Definitivamente, tengo que olvidarme de él”, susurro para mis adentros mientras me desabrocho con desgana los botones de la camisa. Me hallo inmersa, una vez más, en la eterna dicotomía olvido-recuerdo. Y es que lo irónico de evitar el pensamiento reside en el proceso que ha de atravesarse para ello, en la estrecha relación con su antagonista: reviertes toda tu energía en darle consistencia a un suceso, a una persona, lo ubicas en el centro de tu mente, le otorgas el papel de indiscutible protagonista con el único fin de llegar a un resultado final que dista mucho del que acaba consiguiéndose: el olvido. 

Olvidar presupone otorgar importancia en aras de restarla, adquirir la consciencia suficiente, encontrar el guisante debajo del colchón que haga aparecer la preterición deseada. La exaltación que precede a la anestesia emocional. 

Creo que fue Borges quien escribió que el olvido es la única venganza y el único perdón. Yo lo definiría  más bien como el único consuelo, la única salida posible cuando hay el mismo número de preguntas que de silencios. 

Hace una noche rara en París, el aire es cálido pero aún no ha terminado de empezar el buen tiempo. Llueve de forma asidua pero con una intensidad  tan débil que da la impresión de que las gotas flotan en vez de caer. Como me es imposible dormir, opto por entregarme a la tarea del psicoanálisis. Debo encontrar el foco de mi angustia, hundirme en ella. En realidad, todo lo que me ocurre se resume en que soy una mujer que piensa y espera. Hace tiempo, antes de conocerle, podía sumergirme en una infinidad de pensamientos de naturaleza heterogénea. Me planteaba mi existencia y la de las personas que me rodeaban, el fin de cada acto que llevaba a cabo, el porqué de los acontecimientos políticos contemporáneo o el origen de los conflictos bélicos actuales y sus consecuencias. Disfrutaba abstrayéndome desde un punto de vista metafísico en los grandes interrogantes existenciales que todos, o al menos aquellos que gozan de pensamiento crítico, se han planteado alguna vez. 

Desde que lo conozco, cada pensamiento que surge en mí, de alguna forma, encuentra en él su razón de ser. En casa, si veo un programa en la televisión, ya sea una tertulia insustancial presentada por periodistas de poca monta o un informativo sobre cuestiones sociopolíticas de actualidad, me pregunto cuál sería su opinión al respecto. Cuando salgo del despacho, en el metro, intento acertar cuál de todos los rostros de los pasajeros despertaría en su interior la inspiración que busca para los cortometrajes que produce. En el supermercado, a la hora de elegir qué productos voy a comprar, intento acordarme de la misma marca de cereales, leche o pasta integral que solía ver en el estante de su cocina cuando iba a verle. Todo, hasta el más insignificante suceso que acontece en el día, traza en mi mente un sendero cuyo rastro me conduce hasta él. 

A.


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