Es un dolor profundo y hueco

No es un dolor punzante, agudo, estridente, como el de una mala noticia inesperada. Es un dolor profundo y hueco. Lo albergas, forma parte de ti casi sin que te des cuenta. El que te acompaña durante una mañana tranquila de estar por casa en pijama, sin más aspavientos. Pero de pronto, mientras pelas una naranja, borbotea en forma de lágrimas silenciosas.

Se siente caliente. Lo cual, si te toca en invierno, puede ser incluso algo reconfortante, rindiéndote al masoquismo. Como cuando estás enferma, envuelta en mantas y con la cabeza bajo el agua, y te duele todo el cuerpo. Y tu propio sentimiento de desgracia justificada te reconforta por unos segundos.

Es el dolor de algo que cayó por su propio peso. O quizá no, quizá no pesaba tanto, pero llegó muy alto, mucho más de lo que le correspondía, porque se propulsó desde abajo con el esfuerzo de cuatro pulmones y un corro de gente animando a su alrededor. Estando allí arriba, en el aire, se hinchó más, alimentándose de la energía de los que lo seguían con la mirada desde la tierra.

Es un oda a la ilusión que hubo, que ambos tuvieron. Se sufre en su honor. Se sufre por respeto, porque la ocasión lo merece. Se sufre la desgracia propia, la ajena, y la ajena derivada de la propia. Se sufre por la propia idea de sufrir, entrenando para anticipar su llegada. Se sufre porque toca.

No es un dolor punzante, ni estridente, como el de una mala noticia inesperada. Es un dolor profundo y hueco. El de dos personas que se quieren, pero descubren que tienen que dejar de quererse.


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