
He desembarcado en la ciudad portuaria más fea de Grecia según los griegos, pero yo la he visto preciosa después de 6 días de viaje por tierra y agua desde Madrid. Desembarqué sola (el resto de pasajeros no sé si se evaporaron o se tiraron por la borda) así que el autobusero me llevó sola hasta la salida. Al entrar al bus, vi que tenía un ramito de té muy mono decorando la palanca de cambios. En el trayecto me preguntó lo que estaba haciendo y miraba hacia atrás sorprendido por lo que le contaba. Nos reíamos juntos y me echó 18 años. “¡Si bueno!” le decía yo. Estaba por bajarme cuando me llamó de vuelta “¡Paula!”. Me giré y me tendió el ramito de té para que me lo quedara. “Take this, is tea, smells good. Have a good life.”
Con una sonrisa que me desencajonaba la cara, fui a hacer tiempo a una cafetería. Allí me atendió una mujer con la misma cara de pasividad que el autobusero, pero igual de hospitalaria. Me dejó quedarme en su terraza después de cerrar y me regaló un trocito de pan con aceitunas. Me gusta la gente griega.
En otro bus conocí a Maria, una griega joven con la que le dimos al pico más de una hora. Al llegar a nuestro destino la esperaba Demi, que también parecía esperarme a mí, y fuimos las tres paseando por su ciudad de noche mientras nos contábamos mil historias y me recomendaban mil lugares. Hablábamos atropelladas, como queriendo decirlo todo a la vez; la barrera del idioma la tirábamos a carcajadas. Cuando se fueron, las vi abrazarse y reír, contentas de verse otra vez. Con ellas pensé y hablé de nuevo sobre eso de las almas hermanadas. Esta noche, mi última noche de odisea (porque mañana, con suerte, llego a mi próximo destino), vuelvo a verlas.
¡Qué alegría tan grande!

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