El viaje: la historia del andaluz en el desierto

Belvedere Bachernia, Génova, Italia

Hubo una vez un andaluz que volvió a su tierra en bicicleta desde un desierto de Asia. Llevaba siempre un cuervo en el hombro que no se despegaba de él desde que lo rescató de las fauces de un zorro. El andaluz quiso una vez cruzar aquel desierto de Asia guiándose solo por una imagen satelital que le conducía a un oasis de paso en el camino. Anduvo en bicicleta durante días pero nunca lo encontró, quizá porque nunca estuvo. No le quedaban reservas de agua para volver, y mucho menos para seguir, así que para encontrar una solución tomó unas setas alucinógenas. La psilocibina le reveló un camino que siguió, y con apenas agua y la bici a cuestas, llegó a una pequeña acampada en la que le recibieron dos niños de entre 8 y 12 años. Los niños estaban solos, andaban a caballo y cuidaban de un rebaño. Acogieron al andaluz unos días que le salvaron y le condujeron hasta un pozo para recargar sus reservas de agua. El andaluz partió de nuevo hacia Andalucía y fue a la altura de Perpiñán donde se cruzó con Tomás, el voluntario ushuaiense del hostel que me contaba su historia. 

Nunca tuve tantas ganas de ser una andaluza errante. 

En otro orden de cosas, hoy me he tomado uno de los cafés más ricos de mi vida por 1,30. Me lo ha servido Silvia, que llegó desde Ecuador a Génova en los noventa y al tercer día aquí se trazó su destino. Emigró dejando a sus hijos allá buscando una mejor vida. Los dos primeros días, alojada en un hotel, solo se alimentó de café porque los marineros que pasaban por allí la invitaban. El tercero sintió su nombre (Silvia conjugó el verbo sentir en vez de escuchar, porque en italiano se dice así, y en algunas partes de Andalucía también) al otro lado de la calle. Era una antigua vecina de su ciudad natal en Ecuador que la llamaba. Se alojó en su casa y el resto es historia. Trajo a sus hijos a Italia y me cuenta orgullosa que les hizo estudiar. Ahora es abuela y una foto de sus nietas corona la cafetería. Lucca, el italiano con el que finalmente se casó después de ser pretendida por media flota italiana (y con razón, es una mujer muy guapa), secaba las tazas mientras ella me contaba su historia en minutos. Le conté mi plan, me miró y dijo con los ojos vidriosos que yo le recordaba a ella cuando llegó. ¡Pero Silvia, yo no estoy emigrando! Me llamaba brava igual. Nos reímos juntas y nos tendimos la mano. 

Me he despedido de Silvia y de Tomás diciéndoles que nos vemos, aunque todos sepamos que no vamos a vernos nunca más. Me gusta despedirme así. 

Por el momento mi aventura no atraviesa el desierto, pero sí la estación de Bolonia de madrugada porque el retraso de un bus me ha hecho perder otro. Me estoy tomando un espresso que no está tan bueno como el de Silvia y Lucca pero me recuerda a ellos. Mañana, cuando llegue a mi destino, os cuento qué tal los efectos de la privación de sueño. ¡Besos!


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