El viaje: cervicales

La costa del norte de Italia, antes de entrar a la bota desde Francia, es de una belleza escalada. He atravesado la frontera dormida porque he descubierto que es más cómodo ponerse el cojín cervical en las lumbares que en las cervicales.

Creo que alguien se ha encendido un porro en el FlixBus, y se siente muy mediterráneo. 

He llegado a Génova y la verdad es que no la entiendo. No distingo a los locales de la gente de paso, se hablan muchos idiomas y pasas de un ambiente posh a uno bastante marronero en cuestión de una calle. Quizá mañana con más calma la entienda.

He salido a dar un paseo por intuición mientras hablaba por teléfono. Abajo, en el puerto, me he fijado en una torre iluminada por el sol a la que quería llegar. Así que he andado hasta que casualmente me he topado con ella. 

También hoy le he pedido al mundo una señal y han aparecido dos halcones bailando entrelazados. Más tarde alguien me ha contado una historia sobre un mirlo. 

Y ahora, mientras escribo esto, un alemán que habla un francés perfecto se está rascando el culo delante de mí. Y un mexicano flexea sobre haber bebido tequila para irse a dormir. Y un norteamericano y un francés suspiran porque no saben salir de los silencios incómodos de su conversación. Y una vieja se hace un té. Y una brasileña sonríe.

Me gustan los hostales.


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