
Mi rutina no era especial, era como la de cualquiera. Me despertaba todos los días en casa para teletrabajar en mi piso de alquiler, que compartía con tres amigas. Sus trabajos no eran remotos y madrugaban bastante más que yo, lo que me dejaba sola luchando contra el deber cada mañana. Siempre fui más productiva cuando sabía que alguien me miraba.
Otra mañana más me levanté y deambulé una hora por el piso hasta que mi cuerpo se había despertado. Café, ducha, tantear algún libro, doomscrolling, tostadas, skincare, cigarro si la cosa estaba chunga. Mierda de rutina.
Desde la mesa del salón miré al sofá, que no podía estar a más distancia de un metro. Esa irremediable cercanía me atrajo a él. Miré el reposacabezas, tan mullido, e imaginé mi cabeza hundida en él como un remedio exquisito a la pesadez que sentía. Miré el reposabrazos y sentí también mi cabeza sobre él, mejor que si fuera un brazo, porque entonces podría estar completamente en horizontal. Miré las mantas y la almohada gris que siempre dejamos encima, y me llamaron para que las acompañara.
Fue cuestión de segundos. En un instante me vino la idea de tumbarme en el sofá y no volver a levantarme. Al siguiente formulé la pregunta más sexy que me había hecho en mucho tiempo: «¿qué pasaría si lo hiciera?». Y entonces me levanté, con todo el peso de mis piernas y abandonando la misma taza de café que me tomaba todos los días, y me dejé caer en el sofá.
Ese primer día me sentí atrevida. Oía desde mi horizontalidad las notificaciones del ordenador y me resultaba muy placentero no atenderlas. Entendí que estaba en huelga. Tanto coraje me dio sueño así que me quedé dormida. Desperté horas después con mucha sed, pero solo tenía cerca un vaso vacío. Tenía menos ganas de hacer pis que de beber agua, pero en mi nueva condición había que ser creativa, así que usé el vaso vacío para mear. Se me dio bastante bien y pensé que podría acostumbrarme a esta forma de hacer pis para siempre (no me quedaba otra).
Llegó Patri a casa y le pedí casi gritando un vaso de agua, que tragué a golpe de arcada. «¿Por qué no te has levantado tú a cogerlo? ¿Te duele algo?» me preguntó preocupada. «¡Me duele el alma Patri!» dije teatralizando, con el tono de quien exagera para esconder una verdad. Patri no parecía muy convencida de mi estrategia y esperó impaciente a las demás compañeras porque mi decisión se convirtió en algo que discutir en asamblea. Pronto empezaron a tratarme como una okupa porque, por supuesto, desde el sofá no podía (ni quería) pagar el alquiler.
Esa primera noche me dieron tregua y me “dejaron” dormir en el sofá. Yo no dependía de su permiso, pero a ellas les tranquilizaba pensar que eran quienes me dejaban estar ahí. Por la mañana María me dejó varios vasos de agua y comida a los pies del sofá, a escondidas de las demás. Le di las gracias porque llevaba 24h sin comer y porque fue mi confidente vaciando el vaso de pis.
A la semana, Gloria llamó a la policía. Lo que no sabía Gloria es que sin permiso del propietario los agentes no podían entrar, y nos cae tan mal el casero que preferíamos llamar a la policía que llamarlo a él. Me aproveché de esta situación para gritar desde el sofá que no podían entrar, y que si entraban, las denunciaría. ¿Tan difícil era comprender mi causa?
Al día siguiente vinieron mis padres, pero conseguí desesperarles y que se rindieran porque me hice la dormida toda su estancia. Por suerte para mis compañeras, mi madre me aseó, en su idea de labor de madre atendiendo a una hija que se había vuelto dependiente.
Pasaron los días y la tensión en casa se hacía cada vez más insoportable —sobra decir que para ellas, no para mí—. El salón, que es una habitación de paso en el piso, dejó de ser habitado (yo ya no contaba como habitante). Usaban mi habitación con esa función, sin haberme preguntado con anterioridad. Me pareció un poco mal pero mi huelga era pacífica y no cabía enfadarme con ellas. Una mañana desperté y estaba arrinconada contra una pared. A un lado veía el reposacabezas y al otro, la pared. Cada día, unas manos desde el otro lado del reposacabezas me pasaban agua, comida y empapadores. Cada tres, varias toallas y una esponja enjabonada. Si ignoraba el dolor de huesos, me sentía plena. Nunca pude imaginar una mejor vida.
De vez en cuando oía llantos en casa, pero no me atrevía a preguntar qué pasaba. Tampoco preguntaba la identidad de los visitantes que invitaban mis amigas. Comprendí que mi naturaleza había sido relegada a la de un mueble, así que dejé de hablar. Solo tosía de vez en cuando, pero eso no cuenta. Me gustaba toser porque precedía una mano dándome un vaso de agua desde el cielo. El agua estaba tan rica.
Los meses que siguieron pasaron muchas cosas. En mi nuevo y único campo de visión no solo veía vasos de agua. Vi varias manos asomándose por el cielo con micrófonos que me apuntaban a la boca (no sabían que soy muda). Vi flashes de cámaras y cámaras más grandes que mi cuerpo, que me asustaban y me tenían gritando sin voz un buen rato. Vi a mi familia, vi a amigos y a viejos amigos. Vi incluso a personas que no quería ver, en un intento frustrado de mis amigas por levantarme de aquel sofá.
Al año me morí. No diría que de inanición ni por tener alguna necesidad fisiológica sin cubrir. Creo que a pesar de que pasaron tantas cosas, me morí de aburrimiento. Aun así estoy muy orgullosa de no haberme levantado nunca; podría incluso decir que es mi mayor logro. Tumbarme en ese sofá fue lo primero y lo último que hice enteramente por mí.
*Sobre la imagen destacada: El Take Home Sofa de David Rowland, diseñado en los años 60, fue una idea de sofá portátil y plegable pensado para revolucionar la experiencia de compra de muebles. En una época en la que los sofás se encargaban en tienda y tardaban semanas en ser entregados, Rowland imaginó un sofá de perfil delgado que se podía comprar al instante, empacar en una caja con ruedas, llevar en el coche y montar fácilmente en casa en cuestión de horas. Aunque obtuvo numerosas patentes, no encontró un fabricante interesado. Sin embargo, en los años 80 retomó la idea, rediseñó el modelo y logró licenciarlo a la firma finlandesa Martela. Esta visión precursora anticipó el concepto de los sofás empaquetados y vendidos de manera accesible, que hoy dominan el mercado online con su formato «sofá en caja».
Deja una respuesta