Una playa rocosa en Noviembre

La escena es ancha. Un grupo de mujeres a lo lejos (pero no lo suficiente como para oír sus murmullos) se entrelazan en sus toallas. A veces nos miran y algunos de sus pies se tornan hacia nosotras. Creo que son sirenas y creo que ellas creen que también lo somos. 

Nosotras leemos, escuchamos música y cosemos en silencio. Estamos casi desnudas y hemos acompasado nuestra respiración con la de las olas sin darnos cuenta. Compartimos la postura hasta que alguna se cansa de las rocas y decide tumbarse o sentarse, dejando que el sol encuentre otras partes de su cuerpo. 

Nos rodean casi por completo montañas azules y en una esquina hay un crucero, cuya presencia hemos rechazado unánimemente hace un rato. Las montañas no nos abrazan del todo porque a lo lejos veo una pequeña ventana de horizonte y detrás, un horizonte más extenso. 

El sol aun está alto y nos calienta. Ahora algo en el ambiente no nos permite pensar en el frío que hará esta noche. Nos asombramos de poder disfrutar del mar a estas alturas del año.

Veo una pequeña isla cerca de ese horizonte, ¿cuánto tardaríamos en nadar hasta ella? ¿Y en subir al castillo? ¿Y en bajar al fondo del mar o alcanzar a los que se tiraban en parapente hace un rato?

La escena es ancha y siento que nuestros cuerpos pueden expandirse en cualquier dirección. Quizá porque nuestros cuerpos ya no son solo nuestros sino del horizonte.


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